martes, 8 de noviembre de 2016

Relato para leer con lluvia



Eran tiempos difíciles para creer en alguien que no fuera el amado líder, el salvador de la patria, ese paternal ser omnipresente cuya imagen firme pero benevolente, salía a todas horas en la TV y se perpetuaba hacia la eternidad en los murales diseminados a lo largo y ancho del cadáver marrón de lo que había sido nuestra antigua república. 
Eran tiempos aún más difíciles para enseñar aquello que no estaba en los dogmas de la inmaculada doctrina oficial, atravesada por un muy sensible laicismo y un humanismo ovolacteovegetariano.
Cualquier pensamiento ajeno a la divina inspiración del salvador de la patria, se hacía digno de la caza implacable por parte de los operadores de la seguridad del Estado, ciudadanos sin madre que en todos los tiempos debieron ser los peores tipos de cualquier país. Pero eran patriotas. Anónimos y sanguinarios, pero patriotas como ninguno. Eran los favoritos del amado líder.
Bajo esa linea de dura censura con la que se anulaba a los supuestos enemigos del Estado, se habían cerrado a palos universidades, grupos filosóficos, partidos políticos, dos grupos de música folclórica, un circo muy ideologizado y absolutamente todas las iglesias cristianas, milenario foco de insubordinación y antipatriotismo a favor de un Dios distinto al amado líder, un Dios invisible que encima de todo, era judío. 
Habrase visto mayor traición a la patria.
Esta fe era vista como una semilla de potencial rebelión, por cuanto nunca se había inclinado ante la emblemática figura del amado salvador de la patria, segura encarnación de los dioses telúricos de nuestro trepidante pasado nacional y único profeta capaz de guiar al país por la promisoria realidad que sólo él podía ver.

Por eso la detención y el encierro de Esteban Z. era cuestión de tiempo.  Él lo sabía. 

Y también lo sabía la pequeña congregación cristiana que pastoreaba en las afueras de la ciudad de K. Lo sabía, pero él no tenía miedo, porque el temor era una muestra de falta de fe. Porque él siempre había vivido en temor hasta el día en que nació de nuevo en la sala de su casa hacía ya tantos años. Siempre había sido un hombre apasionado, cumplidor de su palabra. Esta vez no tenía por qué cambiar. Además, él no era pastor. A éste ya lo habían deportado a trabajos forzados en la selva, de un modo tan violento y eficaz, que no hubo tiempo de elegir sucesor. 
De modo que cuando la Congregación quedó descabezada, él se hizo cargo sin que nadie se opusiera.
Esteban era poderoso en las Escrituras, sencillamente porque todo lo que emprendía lo hacía a fondo, con todas sus entrañas, pero le jugaba en contra el que no se sentía cómodo con el prójimo. Aún así, su sentido de el deber era mayor, al igual que su amor por las almas (casi siempre mal demostrado). Predicaba tres veces a la semana, de pie en el púlpito, incendiado por el fuego del Espíritu Santo, sin diplomacia alguna, certero. Así tenía que ser. Como alguna vez había escrito el apostol Pablo: Impuesta le era necesidad. Simplemente no podía dejar de hacerlo.
Era un hombre de fe, poco dado a dejarse asustar por los hombres.

Por eso, cuando tres de sus discípulos lo secuestraron del bus que lo traía de vuelta de un viaje a las minas de estaño, donde había ido a predicar la verdad para sembrar libertad, supo que algo malo había sucedido, pero no se sobresaltó.
Sus tres discípulos, no bien vestidos, pero bastante aseados en una ruta tan abandonada, atravesaron su carro rojo pasión sobre la vía e hicieron parar el bus en medio de la carretera polvorienta.  Eso sí. Lo hicieron con buenos modales, pidieron por favor y no soltaron ninguna palabrota. Ni siquiera cuando una señora religiosa los acusó de bandidos sectarios que lucran con el dinero de los pobres. 
Hijos del infierno al igual que ese jabalí alemán que un día quedó suelto en la viña del Señor.
Subieron al bus, se disculparon con el chofer y los pasajeros, y mientras la señora recordaba a todas sus generaciones hasta los días de Noé, reconocieron a Esteban Z. sentado al lado de la ventana. Tenía el rostro cuadrado, congestionado por la fiebre de una mala comida y su barba negra de una semana, como la suelen tener los galanes de las telenovelas mexicanas.
 Lo tomaron del brazo con mucho respeto y sin decirle nada lo bajaron. Aún se volvieron para dar las gracias nuevamente y el bus arrancó sin que nadie preguntara nada. Solamente la señora mayor se fue refunfuñando en contra de esos engañosos esbirros de Lutero. Se los reconoce por la carita de santos, pero hoy son una banda internacional de forajidos. Que el infierno cargue con ellos.

Seguro que al principio el método empleado por sus discípulos impactó a Esteban, pero él sabía lo que había predicado en ese cuarto de alquiler en donde la congregación había funcionado los últimos tres meses. Él había usado las palabras de Jesús cuando dijo que había un tiempo para que el creyente sea manso como paloma, y otro para que sea astuto como serpiente. También había citado al apostol Pablo cuando advertía de la osadía de la que podía ser capaz, llegado el momento. Sin duda, este era un muy buen momento para ser osado. Les había enseñado bien.
Tras bajar del bus lo subieron al auto que los esperaba con las placas visibles y partieron con rumbo desconocido. 
-Me secuestran delante de todo el mundo en un auto rojo pasión y con todas sus placas. Bien hecho.
-Pastor, esto no es un secuestro. Usted lo sabe.
-Bueno. Entonces, ¿ya ocurrió?
El hombre que acababa de contestarle era el mayor de los tres hermanos, también hermanos de sangre. Tenía en el rostro las huellas de una vida pasada en la que se había arrastrado en las calles, viviendo del robo y muriendo en las drogas, hasta que un día se acercó a Esteban en una parada de bus y éste le predicó a Cristo. Era el mayor, y por él, el Evangelio había entrado a su casa, a sus dos hermanos menores. Ahora estaba allí, comandando el operativo de rescate de su líder y amigo. Dejó ver sus dientes nuevos por el retrovisor cuando respondió:
-Sí, ya pasó. Anoche entraron a su cuarto. Lo destrozaron. Esta mañana dieron su nombre en la lista diaria de traidores. Dicen que hallaron propaganda antigubernamental.
-Pero si ahí sólo tenía ropa y dos Biblias. 
-Por eso.
-¿Ustedes están en la lista?
-No, pero lo estaremos cuando lo atrapen a ud. Ya sabe  que siempre empiezan por arriba.
-Hiere al pastor y las ovejas serán esparcidas. Esos tipos conocen la Biblia.
-Eso mismo. Además, esta mañana entraron a las patadas a la Congregación y la tomaron en nombre de la patria. La Iglesia está cerrada, Pastor.
-No lo está, mientras tengamos boca para hablar.  No lo está.

Entonces Esteban sintió una puñalada en el estómago. Su incipiente gastritis lo atacó a traición en el peor momento. Se recompuso un poco.
-Estuve en esa lista de traidores desde el principio, pero me dejaron de último. Es un tipo de honor bastante extraño. Un honor que no merezco.
El muchacho joven que iba sentado atrás, a su lado, lo miró muy serio, con miedo. El chico que no llegaba a los 17 años, tragó saliva. Quizá esperaba algo más del último líder que les quedaba. Estaba perdiendo la esperanza.
Esteban lo comprendió al momento. Entonces se dio una sonora palmada en el muslo derecho y con su mirada de niño trató de consolar a todos en el carro que ahora se descolgaba por una pendiente atravesando la cordillera. Pero sabía que no era bueno en eso. No era un hombre elocuente, como tampoco lo había sido Moisés. En el púlpito él hablaba palabras que no eran suyas, todos lo sabían. Nunca había sido un héroe, ni un carismático, ni un visionario, ni un tipo sobresaliente en nada. Era sólo un hombre, como cualquier otro.
Finalmente dijo en un tono paternal:
-He aprendido a vivir en abundancia y escasez. No hay que temer al que mata el cuerpo, sino al que puede matar el alma. En casi todo el mundo hoy persiguen a la Iglesia de Cristo. Nos tocó y hay que afrontarlo de la mejor manera. 
El mayor de los hermanos que iba en el asiento del copiloto cambió de expresión en su rostro. Dejó ver en sus ojos una mezcla de miedo y de verguenza.
-Nosotros no podemos hacerlo.
 Hizo un largo silencio y luego agregó. 
-Cuando lo llevemos donde lo tenemos que llevar, se quedará usted y nosotros cruzaremos la frontera. Tenemos familia y están sufriendo con todo esto. Usted entiende, ¿verdad? Pero si quiere, puede venir con nosotros y hacemos una iglesia para los exiliados, como están haciendo otras congregaciones. 
Esteban suspiró.
-Calvino hizo algo así. Yo no soy tanto. Vayan en paz y vuelvan cuando todo esto haya terminado.

Otra puñalada en el estómago lo dejó sin aire. Calló.

El sol se ponía sobre las montañas que habían quedado atrás y la larga carretera bordeada de matas de pasto seco que enfilaba a los llanos lejanos y verdes,  parecía no tener fin. El cielo se empezaba a encapotar y una tormenta eléctrica se desataba sobre la estepa no muy lejos de ellos.

Entonces Esteban Z. ex ateo de armas tomar y escritor de blasfemias sin nombre, devenido en cristiano por la Gracia de Dios, dio otro suspiro de alivio. 
Había llegado el tiempo de la angustia para el que se había preparado tanto. Pese a la situación, le traía paz a su corazón el no haberse casado nunca. Antes, porque su egoismo no se lo había permitido y ahora, porque sabía que tarde o temprano la persecución se agudizaría en su país y en ese caso era mejor afrontarlo solo. Pablo había predicado sobre aquello y Esteban se lo había tomado muy a pecho. Ahora veía en sus discípulos el temor por la familia. Él hubiera sentido lo mismo de haberla tenido.Y así, hubiera tenido que irse, como ellos. Sabía en lo más profundo de su corazón que tenía que quedarse, pero en ese momento no se sentía del todo listo. Era peor que eso. Lo invadió la duda, lo atrapó el miedo. Se ahogaba.

Esteban pidió al hombre de mediana edad que iba al volante, que parase el carro un momento en esa estación de tren abandonada en la estepa. En las ruinas, uno podía adivinar que allí solía haber un pueblo que ya no estaba. Algún viento mitológico había bajado de las montañas dando gritos de guerra y se los había llevado para siempre. Eso estaba ocurriendo con la fe en ese mismo momento. Con la fe en el mundo, en el país y en su propio corazón.
El coche se detuvo y levantó una nube de polvo.  Esteban bajó en silencio, lo abrazó una filosa brisa helada empujada por la tormenta que ocurría quizá a un kilómetro de él. Hundió sus ordinarios ojos negros en el azul del cielo despejado que se abría sobre su cabeza y oró a Dios en voz audible para que le diera fortaleza.

-Heme aquí Señor, sólo armado de tu Palabra, clamando por TÚ Presencia.
 
De aquí en adelante y por siete años lo hospedarían cada noche en una casa distinta; se trasladaría de un lugar a otro como el prófugo que ya era, usando disfraces de todo tipo y cambiando identidades una vez al mes. Predicaría a Cristo crucificado clandestinamente en establos, en sótanos, en claros de monte infestados de mosquitos, en laderas de cerros cubiertas de espinas, a la orilla menos amable de los ríos, en todos los lugares posibles en los que su dificultad para llegar fuera un escudo momentaneo contra aquellos que lo perseguirían implacablemente. Susurraría el Evangelio a los enfermos en los hospitales del Estado, entraría a las cárceles llevando consuelo a los hermanos detenidos, escribiría versos de la Biblia sobre piedras a los lados de los caminos, pintaría por las noches Salmos en las laderas de las montañas en donde todos los pudieran ver. Lo haría por siete años, todos los días, pese a los puñales del estómago, siempre acosado por la policía secreta, rechanzando el miedo a la captura o a veces cayendo dominado ante él. Su fe a ratos parecería cojear, resquebrajarse, se preguntaría si todo aquel sufrimiento en verdad valdría la pena, pero se restablecería pronto con redoblado brío, esforzado y valiente.  Enfermaría de tuberculosis, el régimen diezmaría aún más a la Iglesia perseguida al punto de tener presos o desaparecidos a todos sus líderes. Y un día, harto de esconderse y con secuelas de la enfermedad disminuyendo cada uno de sus pasos, pero sin dejar de hablar nunca, entraría caminando a una comisaría cantando alabanzas a Dios y predicando salvación a los policías que lo esposaban y hacían el trámite para mandarlo a la cárcel de presos políticos en lo más hondo de la selva. 
Allí, libre de la carcoma de la clandestinidad, predicaría en las celdas improvisdas, en esos nidos de ácaros y piojos, hediondos a ácidos del cuerpo y a miserias humanas. Lo castigarían para que ya no enseñara en ese Nombre, lo colgarían de un brazo durante toda la noche, lo azotarían hasta hacerle perder el sentido, pero nunca, nunca, lo harían callar, porque quedaba claro que ya no se trataba de él ni de su cuerpo, sino del Mensaje, el mensaje que le quemaba en la boca para que lo dejara salir, las Buenas Nuevas, tan necesarias en un momento de desesperación que ahogaba a todo país. 
Hasta que un día la malaria lo tumbaría en un colchón húmedo de paja podrida y ahí recibiría a la muerte cantando: "Mi corazón entona la canción... Cuán grande es EL". Y lo echarían a una fosa común, sin nombre, un cúmulo de tierra en medio de la nada. Esa era la gloria que le esperaba si no se marchaba ahora.

 Sí, al final lo callaría la muerte, pero un día no muy lejano después de eso, el supremo líder también moriría sentado en el baño, así lo hallarían, y así publicarían las fotos en los diarios ahora que sin él la censura oficial se desmoronaba en cuestión de horas. La fe perseguida volvería a ser legal con la llegada del nuevo orden, y los hombres convertidos a Cristo por Esteban en la cárcel serían una de las puntas de lanza del reestablecimiento del cristianismo en la república renacida de sus cenizas, porque los hombres mueren, pero si antes sembraron, perviven en los frutos... Aún sin ellos, la semilla brotará en abundancia.
Todo aquello le mostró el Señor a Esteban en esos tres minutos en que oró ahí, en medio de la nada. Dejó caer una lágrima y el corazón se le estremeció. Pero ya no tenía miedo. 
 Subió al carro. Sonaba en un celular,  Cuán grande es EL.   
Miró por la ventana la llama roja del último sol de ese día y suspiró profundo, porque él sabía que había llegado la hora.
Entonces dijo: Heme aquí Señor. Envíame a mí. Estoy listo. 

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