Ahí estaba Bartimeo, el ciego, el hijo de un tal Timeo, seguro un vecino de esta maldecida Jericó; maldecida por Josué cuando Jehová derribó sus murallas con mano poderosa y brazo fuerte, algunos siglos antes.
Sí, se puede especular que es un vecino, porque el evangelista Marcos, discípulo de un discípulo de Jesús, accedió al nombre de él y del de su padre para contar esta historia. (Marcos 10:46).
Además, Bartimeo está ciego, y como tal no puede ir muy lejos de su casa, de su sangre, de su ciudad maldita por Josué al inicio de la conquista de la Tierra prometida. Esta Canaán que se niega y se negará siempre a ser totalmente hebrea.
Allí ha llegado el carpintero profeta del que todos hablan. Ese que hasta hace poco tomaba la madera sin forma, la trabajaba con paciencia, la pulía y la convertía en algo útil, necesario. Hoy hace lo mismo, pero con los hombres.
Es este Jesús, junto a sus discípulos y a una gran multitud que lo sigue, el que está saliendo de Jericó (Marcos 10:46).
Sin duda, la fama de este sanador que se ha criado en Nazareth, en la inculta y bárbara Galilea, de donde nunca se ha levantado profeta, es ya todo un personaje. Y no es para menos.
Los poderes políticos romanos y hebreos, y el poder religioso judío lo tienen en la mira: es un agitador. A los romanos los pone nerviosos el que se vaya a declarar rey, poniendo en duda el poderío del César, provocando una nueva rebelión judía. Y a los sacerdotes del templo los pone nerviosos el que éste varón siga ridiculizándolos en público, exhibiendo ante los ojos del pueblo cuán hipócrita es la religión que ellos han construído, y con la que han anulado la esencia original de la Ley de Moisés.
Y como ya sucedió con Juan el Bautista, también estos poderes no saben aún cómo deshacerse de El. Eventualmente lo harán, se desharán de El al menos por tres días, pero no en este momento en que Jesús entró en la maldita Jericó, y ahora sale de ella, demostrando que en verdad Dios no hace acepción de personas, y si no de personas, tampoco de lugares, porque las personas se encuentran en lugares, así sea en esta maldita Jericó. (Romanos 2:11).
Bartimeo, que probablemente se ha pasado así muchos años, sentado al lado del camino, mendigando, en un estado de opresión física (la ceguera) y de postración emocional y de abandono; es pues este día el mismo de todos los días. Un mendigo, un ciego, al lado del camino de este mundo. Como yo, un día.
Pero algo se empieza a agitar en su corazón.
Está ciego, pero no sordo.
Ha oido la multitud, aunque en primera instancia no le ha importado mucho. Por ese camino real de Jericó suelen pasar largas caravanas de mercaderes que traen las maravillas de Persia y de Arabia, o escoltas militares de procónsules romanos que a veces le dejan alguna blanca o algún cuadrante para llevar un mendrugo de pan al vientre.
Pero hoy hay algo diferente. Un nombre empieza a repetirse en sus oídos, que es con lo único que puede ver. Ese nombre es Jesús. El Maestro.
Entonces es cierto. Es Jesús el Nazareno, del que tanto ha escuchado por boca de viajeros y de desgraciados redimidos, el que está pasando por el camino en apretada multitud.
La postración de toda la vida, el estado de miseria espiritual que lo ha condenado en ese rincón al lado del camino, se rompe. También algo se le ha roto por dentro. Su corazón arde, su boca se abre, grita, grita como nunca antes lo ha hecho en su vida:
Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mi! (Marcos 10:47).
De estar en un estado de muerto que respira, atado por las cadenas del pecado y la tiniebla, este varón que no vale nada para nadie, se ha erguido sobre sus pies y ha dado gritos llamando a Jesús, pero no sólo lo ha llamado por su nombre sino también por el título que el Antiguo Testamento le había conferido a este hombre criado por un carpintero descendiente de David:
"Jesús, HIJO DE DAVID, ten misericordia de mí".
La Escritura dice que el Mesías se sentaría en el trono de David (Gobernaría Israel), y por lo tanto será un hijo de este rey, en la carne. José, su padre de crianza, desciende de David y ante la ley de los hombres, el Nazareno es un hijo de David, de la tribu de Judá.
Bartimeo, en su ceguera física y en su ignorancia de la ley (pues es ciego y no ha podido leer) tiene una revelación en su corazón y le dice a Jesús, en otras palabras: Mesías. (Hijo de David).
La multitud reprende al miseriable mendigo ciego para que se callara, para que no importune al futuro rey de Israel. El Maestro no tiene tiempo para los nadie, en cambio, ellos, los que lo siguen desde distintas comarcas hebreas desde hace quizá semanas, han llegado primero, deben ser escuchados antes.
Pero estos que tratan de acallar sin éxito al mendigo que clama aún con más fuerza (y he ahi la clave de su éxito) (Marcos 10:48), no saben que a Dios se le llega por fe y no sólo por obras. Bartimeo es reprendido, insultado, quizá hasta golpeado para que se callara, pero grita el doble, el triple.
HIJO DE DAVID, TEN MISERICORDIA DE MI!
Está demostrando fe. Y al pedir misericordia reconoce que Jesús es capaz de darla. Y si el único capaz de dar misericordia que sana es Dios, entonces Bartimeo tiene otra revelación quizá inconsciente: Jesús, es el Verbo, es Emanuel, es Dios con nosotros. Y puede sanar.
Tanto el deseo de libertad física, como la osadía de llamarlo a gritos, y además darle el título que los religiosos instruidos en la Ley no le quieren dar, hacen que Jesús oiga esa voz por encima de otras tantas que saturan el aire en ese apretado cortejo que lo sigue, mientras sale de la maldita Jericó, hoy santificada con su presencia.
Jesús se detiene y con El la numerosa comitiva que le sigue, y manda llamar a este desposeído que le grita cosas a la distancia (Marcos 10:49).
Si ya era de asombrar el hambre, la forma cómo este tal hijo de Timeo llamaba al Maestro, asombra más la manera en que acude a El.
Se hiergue aún más del sitio donde ha estado postrado por años, arroja su capa al suelo (aquella con la que se guarda del frío en las noches y se procura sombra en el día, quizá su única y más preciada pertenencia) y abriéndose paso entre la multitud, sin importar las murmuraciones, las zancadillas, las agresiones por recibir una atención tan inmediata, mientras miles de otros no, este hombre que no vale nada para nadie, llega a Jesús. Porque vale para Jesús. Valdrá su sangre preciosa. Valdrá su sacrificio, como vos o como yo (Marcos 10:50).
La compasión del Maestro envuelve a este ser maltratado por la vida y por los hombres, y responde a su llamado diciéndole:
-¿Qué quieres que te haga?
Bartimeo no se anda con ceremonias, ni formalismos, ni se pone espiritual, ni usa lenguaje enrevesado de fórmulas religiosas.
La pregunta es directa, la respuesta también lo es:
-MAESTRO, QUIERO RECOBRAR LA VISTA. (Marcos 10:51).
Si el llamar a gritos a Jesús dándole el título de Mesías, pese a los intentos de hacerlo callar, ha sido la fe necesaria para que Jesús se detuviera en su andar y escuchara a este hombre; el pedido que acaba de hacer es la demostración de una fe más profunda, una fe que cree que este Jesús puede curar lo imposible, porque Bartimeo sabe con QUIEN está hablando. Esa es la fe que produce milagros.
Su fe está más que probada.
Jesús le dice: Vete, tu fe te ha salvado.
Y en seguida recobró la vista , y seguía a Jesús en el Camino. (Marcos 10:52)
Bartimeo recibió la salvación y una vez saciado el pedido, se retiró a seguir su vida como si nada hubiera pasado. No.
Recibió la salvación y la cura, y siguió a Jesús buscando más de EL, aprendiendo más de EL. Fue un siervo agradecido de su Señor. Y lo siguió.
Vos, que un día recibiste un milagro de Dios... ¿Qué has hecho? ¿Lo seguiste? ¿o te alejaste de El hasta una nueva urgencia?
No hay comentarios:
Publicar un comentario