Era
uruguaya, de iracundo pelo ensortijado y ardiente corazón socialista. Estábamos
en un Encuentro Latinoamericano de Periodistas en la capital paraguaya, en
donde la había oído disertar a favor del periodismo militante. En un descanso
de esos, coincidimos en la misma mesa (que tenía una vista estupenda del
magnífico río Paraguay) y venciendo mi natural timidez, le pregunté:
-Qué opinás de los presos políticos en
Cuba?
Me miró sorprendida y a la vez encantada
por haberle hecho esa pregunta, y muy relajada y
convencida, dijo, mientras con sus grandes ojos azules miraba al sol que se
hundía en el horizonte:
-Para hacer tortishas, tenés que romper huevos. ¿no?
-Para hacer tortishas, tenés que romper huevos. ¿no?
Ni
siquiera asentí. Miré aquel río cargado de historia y de leyendas y dejé salir
un suspiro resignado, que fingió ser de cansancio. Terminé mi limonada
(recuerdo que me costó tragar el líquido, que de pronto ya no era sabroso) y me
alejé discretamente hasta la playa desierta, convencido por fin de que en la
Tierra no había una alternativa de gobierno compatible con los principios de
integridad, de verdadera justicia, de libertad y de respeto por el otro.
Me sorprendí pensando:
-Grave cosa es el poder.
Me senté sobre la arena hasta que se hizo de noche y me vinieron a buscar.
Después supe lo que me había pasado. Lo mío era miedo. Esa respuesta, me había llenado de miedo el corazón.
Ya no sólo eran los dictadores de derechas los que despreciaban la vida de sus opositores. Ahora era también los Quijotes de izquierdas, que una vez en el poder, se volvían dictadores de derechas.
No había salida. No había alternativa.
De vuelta, ya en el avión me pregunté: ¿Qué podés hacer vos, un hombre solo, ante tan enorme locura?
No supe qué responder.
Me sorprendí pensando:
-Grave cosa es el poder.
Me senté sobre la arena hasta que se hizo de noche y me vinieron a buscar.
Después supe lo que me había pasado. Lo mío era miedo. Esa respuesta, me había llenado de miedo el corazón.
Ya no sólo eran los dictadores de derechas los que despreciaban la vida de sus opositores. Ahora era también los Quijotes de izquierdas, que una vez en el poder, se volvían dictadores de derechas.
No había salida. No había alternativa.
De vuelta, ya en el avión me pregunté: ¿Qué podés hacer vos, un hombre solo, ante tan enorme locura?
No supe qué responder.
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