jueves, 8 de septiembre de 2016

EL LLAMADO




No recuerdo completamente lo que pasó ese día. Es cierto que no ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero fue tan intenso e inexplicable, que algunos detalles de esa jornada memorable los he perdido del todo. Pero debo decir que me ha quedado lo importante. 
A ver. 
Ese día volví a la que fue mi casa con la idea de ver un momento a mi hija. Era una visita formal, por cumplir, pero Fernanda no estaba. No recuerdo dónde es que había salido. 
Sí estaba su madre, mi esposa, la mujer a la que hacía unas semanas había abandonado para irme a vivir con otra. Y de vez en cuando, con otras.
Era un poco incómodo para mí estar solo frente a Nadia, por lo que pensé irme para evitar escenas o algo peor. Pero en contra de todo pronóstico, ella me invitó a pasar amablemente. Creí que era buena idea no desairarla. Quería llevarme bien con ella, especialmente por lo poco de bueno que habíamos compartido durante los tantos años de vida juntos. Era poco, es cierto, pero en el fondo de mi ser yo sabía que ella era lo único verdaderamente bueno que me había pasado hasta entonces en la vida. Y si era así, ¿por qué la había abandonado nuevamente? Nunca había podido contestarme eso. Supongo que la idiotez no necesita argumentos para justificarse. Es, y punto.  
Entré.
La casa, el lugar era mismo en el que había vivido esos últimos años y en donde se habían desarrollado verdaderas batallas verbales y hasta físicas entre mi mujer y yo, con mi hija de siete años, como testigo mudo, impotente, dolorido. 
Ahí estaban los restos de mi biblioteca incendiada en un arranque de impotencia de mi esposa al descubrir una de mis tantas infidelidades, tantas, que yo ya no me daba el trabajo de negar. 
Ahí estaba el lugar donde yo la había golpeado por primera vez, supuestamente en un arranque de celos. Ahí estaba la sala donde nos habíamos dicho tantas cosas hirientes, en donde las palabras habían mutilado nuestras almas con cuchillas cargadas de veneno y de dolor. Ese era el lugar íntimo donde nos habíamos odiado hasta casi la muerte. El lugar donde ella se había querido quitar la vida por mi causa en dos ocasiones. Ahí estaba yo de nuevo, como si nada hubiera pasado. 

Sin saber qué esperar, me senté en esa sala que conocía tan bien y de inmediato empezó a pesarme un ambiente que me traía recuerdos de calamidad, imágenes que ya no quería revivir. Por eso me había ido. Ahora me dolían. Me confrontaban. Era muy incómodo tanto silencio y ella ahí, tratándome tan bien, como si yo nunca le hubiera roto el corazón.
Con una leve opresión en el pecho, que disimulé armándome de una falsa cortesía, me levanté para irme y volver cuando estuviera Fernanda, pero antes de que pudiera despedirme, Nadia desapareció por un momento y volvió con una Biblia en la mano. 
Vaya cuadro. Cómo olvidarlo. No supe si reírme por tal ocurrencia o salir corriendo, porque no cabían dudas de que se había vuelto loca.
Luego pensé que era una broma de mal gusto, pero seguí pensando que se había vuelto loca. Pero no. Ella estaba perfectamente cuerda y caminaba como suspendida en una atmósfera de paz que yo no le conocía de antes. Apenas pude pensar: 
-Vaya, mi ausencia siempre le viene bien. Pero está loca.
No había terminado de pensar eso cuando con la voz más calmada del mundo me preguntó para mi mayor desconcierto:


 -¿Qué le preguntarías a Dios?


Fueron palabras que se deslizaron suaves desde su boca, flotaron sobre el aire que nos separaba y llegaron a mis oídos con un efecto de brasa ardiente. 
Sí. Después de todo estaba loca. Ahí ya cualquier cosa podía pasar. Ella sabía perfectamente cuánto odiaba yo la idea de un Dios que había permitido tanto dolor en nuestras vidas, que había permitido que mi padre me rechazara y me abandonara, y que se había regodeado con el cáncer largo y lento que mató a mamá. Eso pensaba entonces. 
Nadia sabía que cuando estaba de buen humor, negaba a ese Dios que ni nombre tenía. Y cuando estaba de a malas, decía que lo odiaba hasta la última fibra de mi cuerpo. Nadia me había contenido tantas veces para no caerle a golpes a los que habían llegado a mi puerta con ese absurdo, con ese estúpido cuento de hadas. 
Pero ahora Nadia estaba frente a mí con una Biblia en la mano, y en sus palabras había un halo de autoridad amable que en verdad no pude resistir. 
-¿Qué le preguntarías a Dios? volvió a preguntar, dulce e irresistible.
En mi interior todo se removió pensando que loca y todo, se estaba burlando de mí, pero aún así me escuché decir:

-Ok. Pues, a ver. Este. Hum. ¿Cómo se reza?

Ella recibió mi respuesta con una leve sonrisa y entonces la vi más bella que nunca, distante, inalcanzable, llenándolo todo. Era una bella loca. La más bella loca que jamás había visto. 


-Preguntemoslé, me dijo, y abrió la Biblia que llevaba en las manos... 
Entonces leyó el pasaje del libro de Daniel en el que el profeta ora a su Dios y los leones que lo cercan, no lo devoran. Impresionante.
Wow, era en verdad impresionante el que yo haya hecho una pregunta así y que ella abriendo el libro, me hubiera dado la respuesta. Pero yo iba a dar guerra. Me rehice de mi asombro inicial, y me dije que era una respuesta tonta, a algo estúpido, pero no podía negar que se trataba de una respuesta adecuada. Muy adecuada. Yo había preguntado cómo rezar y el libro me había contestado con una oración.
Entonces esa voz que me había susurrado tantas cosas en mi vida de todos los días y en la ficción que yo hacía para no pegarme un tiro, me hizo notar de que ciertamente se trataba de un libro religioso, lleno de rezos y cosas por el estilo. Que aparezca una oración no tenía que ser necesariamente un milagro. Pensé o alguien me dijo:
No te dejés lavar el cerebro. Eso es cosa de ignorantes. 
Dios ha muerto.
Mi asombro inicial se disipó e intuyo que ella vio a través de mis ojos la burla interior que crecía en mí. 
O quizá fue otra cosa, pero entonces, volvió a arremeter y preguntó de nuevo: 


-Qué más le preguntarías a Dios?


Esto se estaba poniendo en verdad difícil para mí. No era que la opresión en el pecho hubiera aumentado, sino que en mi interior ya había una lucha entre la sorpresa de la primera respuesta y la burla ahora contra mí mismo al verme así, acorralado, respondiendo tales cosas. Quería irme, pero no me podía mover
La hora había llegado. 

Entonces mi mente se aplacó un poco y recordé la absurda pesadilla de la noche anterior, que me había hecho despertar sintiendo que ciertamente yo era autosuficiente mientras estaba despierto, pero en dormido no lo era. Sin duda se trataba de un buen tema para preguntar, entonces acallando el ruido en mi cabeza, aclaré la voz y dije:


-Si creo en tu Dios. ¿Él caminará a mi lado y me guardará en situaciones de peligro?


Era una pregunta que nunca me hubiera imaginado hacer, peor a ella, peor aún en una circunstancia así. Pensé o alguien me dijo: sos un idiota. 
Ella me miró satisfecha, en verdad estaba satisfecha. Yo no sabía si su broma había ido más allá de lo que ella imaginaba y por eso estaba satisfecha. Yo no sabía si interiormente se reía de mí al tenerme hablando de esto y en verdad era un idiota.  Sólo la oí decir nuevamente.


-Preguntemoslé. 


Abrió la Biblia con un movimiento tan simple y cómodo, como si se deslizara sobre el suelo pulido de la casa de alguien muy querido.

Entonces leyó la historia de un hombre que temía pasar por el desierto en la noche, porque la ruta obligada que debía tomar se plagaba de ladrones cuando llegaba la tiniebla. La historia seguía, cuando el hombre clamaba a Dios y éste mandaba a su ángel delante de aquel varón, que entonces sí atravesaba el desierto sin ningún peligro...

Ahí fue cuando pasó. Mis piernas se ablandaron y caí pesadamente sobre las baldosas del piso. Me derrumbé sobre mis pies como un castillo de arena y no seguí más abajo, porque el suelo me detuvo con un golpe seco en la cara. 
Hubiera querido pensar que todo era una trampa, que ella me había distraído lo suficiente como para que alguien apareciera por detrás y de un golpe me derribara al suelo. Ya sabía yo que ella tenía un montón de razones para vengarse de mí de la peor forma. Razones con las que yo estaba de acuerdo.
Pero no era eso. 
Cuando quise racionalizar lo que sucedía, escuchaba que de mi boca salía un sola y reiterativa palabra que se sucedía casi sin pausas: perdón, perdón, perdón... 
En mi mente me preguntaba qué estaba pasando, pero no podía saberlo, porque también lloraba, lloraba como un niño, lloraba como debe llorar alguien que nunca en la vida ha llorado. Lloraba desde el fondo de mi corazón, el dolor salía de adentro, de lo profundo, el veneno era extraído. Se estaba yendo.  
Con la cara contra el piso, mojada en lágrimas, con la respiración entrecortada, gemía: perdón, perdón, perdón
Entonces sentí que de mi espalda se desprendían grandes bloques invisibles, me sentí cada vez más liviano... Poco a poco era libre. 
Ya podía respirar un aire de paz, un aire de desconocida libertad por primera vez en toda mi vida. 
Ahí fue cuando sentí el amor. SU amor. Sentí cómo mi corazón se iba llenando de algo hermoso y tibio, y cómo desbordaba de allí como una fuente saturada e iba tomando mi cuerpo, copándolo todo... 
Entonces lo supe: Ahí estaba Dios, aquel que yo había maldecido tantas veces. Estaba lavándome por dentro y yo lo sentía absolutamente todo. Lo veía todo. 

Días después sabría que en un momento de soledad y tristeza, luego de que yo la había abandonado, Nadia había caído en depresión. Estaba por quitarse la vida nuevamente, cuando un ángel del Señor se le presentó para restaurarla. Le colocó la mano sobre el hombro y le dijo: Yo estoy contigo. 
Ahora está con nosotros. 
Estuvimos a punto de ser una familia más, destruida. Estuvimos a punto de morir, pero vino EL a devolvernos la vida y vida en abundancia.
Ahora yo y mi casa servimos a Jehová.
Todos los días. 

  

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