Espacio 2.0 donde escribo y describo sucesos siempre reales que considero vale la pena compartir. Eso sí: No seré objetivo. Soy un apasionado pero no me desvinculo de ese nuestro sagrado ejercicio de la razón. Gracias por estar. Todos son bienvenidos.
miércoles, 22 de febrero de 2017
PIEDRA Y ACEITE
Mamá me llevó de la mano hasta donde estaba ese hombre con fachas de peluquero.
Nunca vi el rostro de mamá, sólo sé que era ella, del modo en que uno siempre sabe esas cosas.
Yo no estaba enfermo, pero sentía que me llevaban hasta aquel varón con aires de peluquero, para curarme de algo que yo no sabía.
Mamá me dijo: Sentate ahí.
Y me senté, porque ella siempre tenía razón en todo, aún cuando yo no entendía.
La silla estaba sobre una acera al borde del segundo anillo.
Quien conoce Santa Cruz de la Sierra, sabe que esa es quizá la arteria vehicular más grande de una urbe de más de dos millones de habitantes. Tiene ocho carriles por donde transitan miles de vehículos cada hora.
Entonces yo estaba sentado en una silla esperando que hicieran algo conmigo, mientras medio mundo pasaba a mi lado en sus carros, mirándome de las formas más extrañas. Era incómodo. Y extraño.
Pero fue más extraño cuando el sujeto con aires de peluquero empezó a embadurnarme la cara y la cabeza con algo que parecía un combustible o un aceite. Olía como a combustible, pero era un aceite.
Luego se colocó detrás de mí, puso una mano sobre mi cabeza y comenzó a balbucear palabras que yo, azorado por el espectáculo público que estaba dando y desconcertado por una situación así de incomprensible, no entendí.
Le pregunté a mamá: ¿Qué sucede?
Su voz me alcanzó para decirme: Está orando por vos.
Mientras lo hacía, un vehículo bastante lujoso paró a mi lado y una mujer verdaderamente hermosa sacó la cabeza por la ventanilla y con gesto de burla me gritó casi a la cara:
-Anda que te curen esa sarna en otra parte.
Y se fue.
La avenida se nutrió de más vehículos y todos los que pasaban me miraban con expresiones de burla o de desconcierto, como si estuvieran viendo a un loco o a un condenado a muerte.
Un carro se detuvo en la esquina más próxima del lugar donde estabámos yo y mi silla, el conductor bajó del coche, me miró y dijo para sus adentros, con pesar: Eso es erisipela.
Lo dijo para sí, pero yo lo escuché como si me lo hubiera dicho al oído.
Yo sabía que la erisipela era un tipo de hongo horrible, que te aparecía en la cara cuando te bañabas en atajados de agua sucia donde también se bañaban los caballos. De niño lo había visto en mis amigos, allá en Santa Rosa.
Se trataba de un hongo de bestias y de sitios sucios.Y él dijo que yo tenía eso en la cara. Entonces por eso se burlaban o se apiadaban. Porque yo tenía la cara marcada por la suciedad y la verguenza de una plaga de animal.
El hombre con aires de peluquero terminó de orar y dijo: Debes mantener en tu rostro, por seis minutos, aquello que te he puesto.
Para mí ya era suficiente.
Me levanté de la silla puesta sobre la acera, molesto, y decidí caminar unos metros hacia una calle cercana y desierta para alejarme de la gente y de la sensación de molestia que me generaba una situación que no terminaba de entender. Además ¿mamá? ¿Pero si mamá llevaba 20 años de muerta?
Mamá, el hombre con fachas de peluquero y el segundo anillo quedaron atrás.
En el fondo de la calle donde entré habían unos hombres trabajando en una construcción.
A la izquierda estaban los que preparaban el lugar donde cavarían para levantar los cimientos. A la derecha estaban los que amontaban las piedras que se usarían para esos cimientos.
Entonces, sin decir palabra, tomé una pala y los ayudé a mover las piedras.
Mis compañeros eran hombres sencillos y alegres que no me preguntaron qué era aquello que me embadurnaba el rostro y la cabeza, ni de dónde había salido, ni por qué estaba ahí. Ni se burlaron, ni se apiadaron. Me aceptaron como uno más de ellos, en ese trabajo que parecía importante.
Enterrábamos las palas en la piedra y las movíamos lo más cerca posible hacia el grupo que iba a cavar los cimientos.
Yo era el más pequeño entre los cargadores de las piedras, el más joven, el más inexperto, el más débil. Mi pala era la más pequeña de todas.
Hundo la herramienta entre las piedras y noto que entre ellas hay Biblias. Hay tantas Biblias como piedras. Y ambas se van a usar en la construcción para la que se está disponiendo todo. Serán los cimientos. Hundo la pala y cargo piedras y Biblias, piedras y Biblias, piedras y Biblias, hasta el lugar en donde se está concentrando este material que será la base fundamental de un gran edificio.
Yo tenía que estar sólo seis minutos con aquel aceite en mi rostro y mi cabeza, pero lo he tenido toda esta tarde, hasta que ha llegado la noche y los obreros ya se disponen a descansar luego de un día de trabajo estupendo. Nos organizamos en cuadrillas y nos despedimos para reiniciar mañana.
Entonces despierto.
Fue hoy.
Mi esposa ya se había levantado, de modo que la llamé. Me dijo que esperara, que estaba preparando el desayuno, pero le pedí que venga, porque pronto olvidaría el sueño. Eso me suele pasar. Sueño y luego al momento de despertar, a los pocos segundos, lo olvido. No los puedo retener.
Vino y le conté.
Me dijo: Lo que entiendo es que hay una unción sobre vos, un aceite con olor a algo que incendia, que activa. Un combustible.
Hay gente que ora por vos (el hombre con fachas de peluquero). Ese aceite y las oraciones, han tenido un efecto. Ahora sos distinto a lo que solías ser. Y aquello aún es visto por muchos de los que te conocen como algo apestoso en tu ser (la sarna, la erisipela), algo ridículo (el insulto burlón de la mujer hermosa). Te miran de arriba (de los carros) porque creen que estás haciendo el ridículo (en esa silla, con la cara y la cabeza embadurnada, delante de todo el mundo).
Según ellos, ¿Cómo pues alguien como vos puede ser así, de mente tan estrecha, un fundamentalista desagradable ante los ojos de los librepensadores del siglo XXI? Eras un tipo interesante y ahora te has vuelto un loco religioso. Algunos no te lo perdonan. Tu actitud entregada a Dios, los ofende. Los insulta.
Por eso mientras oraban por vos y tenías el aceite sobre tu cabeza, unos se burlaban y otros te alertaban de que eso era un problema. Una peste animal fruto de la mugre del fanatismo. Un: "Salvate Pinto, que ese fanatismo te va a matar".
Por otro lado, las burlas no te disminuyeron. Dejaste eso atrás, recibiste la oración y mantuviste el aceite sobre tu cabeza, aunque en principio no lo entendías. Avanzaste y empezaste a trabajar en una obra grande cuyos cimientos son sólidos como la roca. Más sólidos que la roca, porque ese cimiento también contiene la Palabra de Dios. La Biblia. Muchas Biblias.
Sos parte de esa obra grande que recién está empezando...
Me dijo eso y se fue a poner la mesa. Como si nada.
Era muy coherente lo que me había dicho.
Pero hay más. Yo olvido pronto lo que sueño, pero éste sueño en particular me ha obligado a escribirlo.
¿De qué se trata todo? No lo sé.
El tiempo. El tiempo de Dios lo dirá.
Entre tanto, bendigo a los que se burlan y a los que se alarman, porque un día alguien oró por mí y una unción de aceite sanó mi alma hasta entonces herida de muerte, sucia de la sarna, de la erisipela del pecado.
Los bendigo y pido que un día conozcan a Cristo, como yo lo hice.
Gracias Dios por hablar a tu siervo en el sueño.
Y gracias Señor por la vida de mi esposa, que siempre me ayuda a entenderlos. A entenderte.
domingo, 12 de febrero de 2017
HASTA EL ÚLTIMO HOMBRE...
La suya es una locura más grande que la guerra misma.
Desmond Doss (Andrew Garfield), es un campesino cristiano virginiano que ha crecido en un hogar humilde atravesado por la fe inquebrantable de una madre ejemplar; y el alcoholismo violento de un padre que no superó nunca los traumas de la I Guerra Mundial.
En una trinchera en medio de la batalla, el soldado Doss dirá después recordando el único día en que tomó un arma en su vida (se la quitó a su padre, quien quería matarse en delante de su madre):
"No maté a mi padre. Pero lo maté en mi corazón".
Doss, ingenuo, pero de convicciones firmes, desea servir a su país en la peor guerra de la historia sin llevar un arma. Considera justo responder a Japón. Sus amigos han ido a la guerra. Su hermano ha ido, pese a la oposición de su padre. Desmond quiere ir a la matanza sólo armado de al menos dos de los mandamientos de Dios: "No matarás" y "amarás a tu prójimo como a tí mismo". Sin duda, la guerra contra Japón es el peor lugar para aplicar aquello. O quizá es el mejor.
Claro, en un mundo en guerra, ser un pacificador según el corazón de Dios, se vuelve un problema. Y Desmond los tiene.
Los militares creen que él se siente moralmente superior a ellos, que sí tienen que hacer el "trabajo sucio" de enfrentar a ese satanás que los arrastró a la guerra en Pearl Harbor, y tratarán de escarmentarlo para que desista. Es un mal ejemplo para un país que necesita estar unido en el esfuerzo bélico. Debe salir del ejército.
Lo presionarán, lo golpearán, buscarán acusarlo de loco, lo mandarán a Corte Marcial y lo amenazarán con varios años de cárcel. Pero Doss es un hombre de fe y para serlo (lo sabemos), hay que tener mucho valor, algo que sus camaradas descubrirán en el transcurso de la confrontación con los japoneses en el Pacífico. Doss, el cobarde, mostrará de qué está hecho y en Quién ha creído.
En lo peor de la masacre preguntará al Señor, que nunca antes le ha hablado: ¿Qué quieres que haga? Y obedecerá, y será un héroe de guerra, no por quitarle la vida a otros hombres. Algo inédito.
El suyo será un testimonio de amor en medio de la barbarie, en el que no sólo arriesgará la vida para salvar a sus compatriotas, sino también a los japoneses, a quienes él ha visto masacrar a sus compañeros. Pero son humanos, como él. Hijos del mismo Dios. No los odia, no desea venganza.
Sí, la suya es una locura más grande que la guerra misma.
En la vida real, Desmond Doss salvó a 75 hombres y no mató a ninguno. Fue el primer objetor de conciencia en recibir condecoraciones del gobierno de EEUU y en ser catalogado un héroe de guerra.
Mel Gibson, fiel a su habitual hiper realismo, pero esta vez sin exagerar, hizo un maravilloso retrato de este hombre ejemplar, en una película cuyo reparto está conformado además por Hugo Weaving (el padre de Desmond Doss), Sam Worthington (capitán Glover) o Vince Vaughn (sargento Howell).
Mel Gibson se caracteriza por un maravilloso manejo de la fotografía y de la luz. Esta no es la excepción, pero los recursos técnicos de este gran director palidecen ante la importancia del mensaje, un mensaje que atraviesa el tiempo y las ideologías. Un mensaje que describe a un hombre que en el peor escenario posible, nos dice... No, no nos dice, nos muestra que Dios no está loco, y que la misericordia en medio del horror es el único camino posible para alcanzar esa paz que es la más importante de todas: la paz individual. La de adentro.
Nos muestra que la paz del mundo se construye con la paz de cada uno. Y que si confías en Dios, incluso en medio del infierno en la Tierra, EL te puede llevar y traer de allí. Sano y salvo. Muy salvo.
Desmond triunfará ahí donde su padre fracasó, redimirá a su familia, y con ella, a la humanidad entera.
Esta es sin duda una película imperdible, para verla en el cine y para tenerla guardada en casa. Para verla cada vez que sientas que nada bueno hay en esta Tierra.
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1 Corintios 2:14 El que no tiene el Espíritu no acepta lo que procede del Espíritu de Dios, pues para él es locura. No puede entenderlo, porque hay que discernirlo espiritualmente.
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